martes, 6 de marzo de 2012

Recuerdos Empolvados: Las Andanzas de Madame LeBrigand


París, 1938
Antoine Fayet miraba fijamente a la ventana de su consultorio. El invierno había llegado antes de lo esperado, en las calles se sentía un aire gélido que le hacía ver todo con un aspecto grisáceo, o tal vez era el ambiente. ¿Quién iba a saber?
Una guerra se acercaba. Todos lo sabían. La gente lo sabía. Los perros lo sabían. Las palomas lo sabían y hasta el mismo Dios lo sabía.
Antoine era un hombre que se acababa de entrar a una edad en la que comenzaba a entender la idea que ya no era el hombre joven que alguna vez fue. Médico cirujano, como es tradición en su familia, con unos ojos azul intenso que contaban con la habilidad de contar las más maravillosas historias. Las historias mitológicas eran sus favoritas, siempre deseó ser escritor. Tenía una imaginación impresionante. Su familia era de Bretaña, al norte de Francia donde las leyendas cobran vida cada vez que alguien las cuenta y siempre vivió en una eterna nostalgia sobre el pasado, debido a que el pasado parecía siempre más feliz y próspero que el presente o el mismo futuro.
Su vista era defectuosa, debía de utilizar unos lentes de fondo de botella con armazón color caoba, y las canas…Sí, esas canas que tanto le gustaron cuando comenzaban a aparecer ahora se volvían una muralla para su espíritu joven. Hace algún tiempo llegó a pensar que el pelo blanco le daría un toque de mayor sabiduría, los viejos por haber vivido más siempre son los más inteligentes pero ahora, su edad y su aspecto le impedían tomar las riendas de un futuro incierto que se avecinaba.
Todos los días, desde hace más de 20 años llegaba a su consultorio a las ocho de la mañana, abría las cortinas y esperaba la llegada de su secretaria. Mientras tanto verificaba las citas que tenía a lo largo del día, y se encomendaba a una labor que había comenzado desde muy joven- ser doctor-  la cual se había transformado en un estilo de vida. Su teoría era siempre brindar lo mejor en el mejor momento con la mejor disposición.
No siempre era fácil, la situación económica de su época nunca había estado bien. Y de una manera u otra, él tampoco. Justo al finalizar sus estudios básicos de medicina, la Gran Guerra llegó y debió de apuntarse para combatir en Verdún.
Nunca le compartía a nadie lo vivido dentro de las trincheras, se había vuelto un secreto de estado. Ni a su esposa después de su regreso de la guerra. Esas noches en las que se despertaba a mitad de la noche empapado en un sudor frío gritando frenéticamente de un dolor inexistente, un dolor que yacía en lo más profundo de sus pesadillas en las que podía transportarse de nuevo a esos hoyos en el suelo que parecían nidos de ratas. Las ratas eran ellos, o el enemigo o las ratas de verdad, ya no había diferencia alguna. Se movían silenciosamente entre el lodo, el sudor, la artillería y la sangre preparándose para salir al combate. No eran seres humanos, eran bestias en un campo de batalla programados para matar a sangre fría antes de que otro lograra su cometido y se volviera todo una cifra más de un discurso político en alguna parte de su país mientras las mujeres lloran desconsoladamente y los niños no entienden lo que pasa y les crujen las tripas del hambre que ha provocado la guerra.
En las trincheras todos eran la misma persona, muy pocas veces se reconocían los unos a los otros como amigos. El código era muy claro, dentro de ellas debían de ayudarse; a buscar comida o alivio. Y en la noche cuando la batalla cesaba un poco, buscar en algún lugar de su mente, un sitio donde aferrarse y poder conciliar unos minutos de sueño. Antoine nunca pudo encontrarlo, no sin escuchar un grito de sufrimiento o seguir oliendo la pestilencia que produce cientos de muertos apilados con caras pálidas listos para ser contados a primera hora de la mañana. Era inevitable a su regreso omitir cualquier detalle de la guerra y largarlo de sus memorias, como si hubiesen existido en otra vida que nunca pasó.
Christiane, su esposa, jamás lo interrogó. Ni con los gritos nocturnos, ni con la esquizofrenia ni con los ataques de pánicos que le llegaban cada cierto tiempo en donde Antoine debía de esconderse en el armario para huir de ellos.
Había contraído matrimonio con Christiane en pleno inicio de la guerra, la primavera de 1915 justo antes de alistarse para el ejército. Se conocieron en su juventud en Bretaña. Antoine la recuerda como una fresca brisa de verano en plena tormenta pero la amó desde el primer día y lo seguiría haciendo sin importar de que la muerte se empeñara en cambiar ese hecho.
Unos meses después de partir a la guerra se enteró, por medio de un telegrama que recibió en St. Mihiel, que su querida Christiane estaba esperando un hijo suyo que llevaría su mismo nombre. Antoine no pudo conciliar el sueño y la felicidad invadía cada momento que recordaba a su cheriè y la imaginaba en el campo con un vestido de gasa blanco, su tez blanca y mejillas rosadas, unos ojos azules y denotándose en su vientre una pronunciación que anunciaba el fruto que yacía dentro de ella. No importa lo que le sucediera, él no se dejaría vencer, tenía unas razones por las cuales seguir viviendo.
Ese sueño no duró tanto tiempo, las crudas situaciones que lo envolvían todos los días comenzaban a decolorar esas historias imaginarias que creaba para escapar de su realidad. Hasta el día en el que se enteró de las noticias que marcaron su vida y lo abandonaron en la más triste realidad de su mundo; había llegado a su pueblo un comando alemán durante una desviación en su camino. Al no tener comida habían saqueado casas para quitarles sus despojos y robar paja para sus caballos y abrigos para sus hombres, la gente había quedado indefensa; dentro de esas personas había estado su Christiane. Su mujer, recién recuperada de lo que había sido un embarazo difícil y con un hijo en brazos, se quedó sin su protección ante unos rufianes maliciosos. Se llevaron la comida y el frío de la temporada era casi insoportable. Así fue como su primogénito, que aún no conocía pero lo amaba desde el primer momento de su existencia, Antoine, contrajo una terrible fiebre escarlata. Los doctores de la familia, según la minuciosa carta escrita por su hermana Charlotte, habían llevado su enfermedad muy de cerca, pero la falta de medicinas, el frío, la mala alimentación y la débil condición de su mujer en poder alimentar a su hijo debido a su debilidad y menuda fisionomía, le arrebataron la vida en un suspiro a su hijo de apenas un breve lapso de tiempo para poder llamarlo por su nombre. Antoine jamás lo pudo llamar por su nombre y jamás lo iba a hacer.

Sólo las personas que han sido arrastradas al límite del dolor y de sus emociones han podido entender la capacidad de soportar un dolor tan tajante que nos despoje mediante pequeñas punzadas en el corazón cada momento de nuestra vida. Nuestro valiente combatiente no sólo había perdido compañeros en la batalla, la guerra le había arrebatado un ser que formaba parte de él y que nunca pudo llamarlo por su nombre. Su existencia se limitó a sueños de una mañana en las trincheras. Antoine permaneció paralizado dentro de su dolor.  Durante mucho tiempo dejó de comer y en algunas ocasiones de los días posteriores pensó en dejarse matar en plena batalla. Pero no fue hasta que fue herido mediante una granada que explotó muy cerca de él, cuando se enfrentó con el hecho de que la muerte es un compañero fiel que nos sigue a cada instante desde nuestro nacimiento y que si él le pedía con todas sus fuerzas que lo llevara a su destino fatal, la muerte le iba a cumplir.
Quedó inconsciente, fue herido en la pierna y trasladado a la Cruz Roja donde recobró la consciencia veinticuatro horas después mientras una enfermera le vendaba la pierna. –“Estará bien M. Fayet, hubo una fractura en el fémur pero poco a poco mediante ejercicios podrá volver a caminar- dijo la muchacha de cabellos rubios.
Fue reconocido por su buen desempeño defendiendo a su país y enviado a casa con su Christiane, de la que ya casi no recordaba, no por el tiempo que hubiese pasado fuera, si no por la tristeza que le invadió la noticia de la muerte de su hijo. En ese momento Antoine Fayet regresó a la vida, recordó que el amor seguía, el algún rincón de este mundo, esperándolo.
Su regreso, también regresó la felicidad a la vida de Christiane, ya que estuvo varias veces a punto de perder la cabeza por la inquietud de perder a su marido en la guerra y la negación de haber perdido a su bebé.
Antoine nunca habló con Christiane de su hijo muerto, ni tampoco de la guerra. Regresó más convencido que nunca que era tiempo de formar un nuevo camino que lo hiciera olvidarse de la terrible etapa que acaban de experimentar.
Recordó lo que era tener algo por que vivir y buscó las maneras de poder continuar con sus estudios de medicina motivado por la necesidad que había visto durante la guerra. Así fue como pudo arreglar todo para hacer su especialidad en la Escuela de Medicina de París y encontró un humilde departamento a las afueras de la ciudad para que él y su esposa comenzaran una nueva vida.
Christiane apoyó la decisión de su marido en todo momento. Llegó la hora de empezar desde el principio y dejar atrás todo el sufrimiento.
El día que llegaron a París, 12 de enero de 1919, fue el mismo día en el que fue firmado el Tratado de Versalles dándole fin a la Gran Guerra. La gente en las calles aclamaba con júbilo el fin de una era que lo único que había llevado había sido a la destrucción. Escritos y felicitaciones a Georges Clemenceau se escuchaban por doquier. Era un ambiente de fiesta en las calles parisinas.
Llegaron a su pequeño piso en un edificio del siglo pasado con una enorme puerta azul a la entrada y la portera los recibió con sus llaves. “M. y Mme LeBrigand” así decía el apartamento número 4A en la calle de Joan d´Arc en el distrito trece.
Tuvieron que tomar decisiones difíciles, una de ella fue el hecho de que Antoine debió de cambiarse el apellido de su padre, Fayet, por el de su familia materna, LeBrigand. Fayet provenía de sus ancestros alemanes, y después de la guerra y el hecho de que Alemania fuera a pagar los gastos producidos de ella, sería un problema por un resentimiento social que se iba acumulando. También era una señal para cambiar, pero nada de eso importaba. Si algo había aprendido en los días de batalla era que pasara lo que pasara debías de ir hacia el frente porque era la única dirección que te haría verdaderamente avanzar. Estaba decidido que nada lo haría cambiar de opinión, ni lo haría volver a mirar atrás.
Después de acomodar un poco sus pertenencias, Antoine y Christiane salieron a las calles y caminaron reencontrándose el uno con el otro en medio de un tumulto de gente que sólo pensaba en ese momento glorioso sin estar seguros en realidad de lo que les esperaba. Mediante caricias, abrazos, miradas cómplices y besos largos, se enamoraron como lo hicieron alguna vez en una tarde de verano años atrás. Ambos sabían que el camino que faltaba por recorrer era difícil pero valía la pena, se tenían el uno al otro, juntos lograrían curar su corazón y encontrar su misión en la vida.


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